Estamos viviendo en una época en la que todo va muy deprisa, condicionada por una tecnología presente en la vida de casi todo el mundo.
La parte positiva es que estamos en disposición de interactuar con cualquier rincón del planeta sin movernos del sofá de casa; la parte negativa, simplificando mucho, es que hemos perdido el control de nuestra intimidad.

Toda esta vorágine podría compararse con el viaje en una montaña rusa; cuando se acaba, uno agradece enormemente sentir de nuevo los pies sobre el suelo. Y de esto es de lo que quisiera hablar, de volver a tocar con los pies en el suelo, en el sentido de serenarnos, de frenar, de controlar nuestra vida:
Recuperar los valores individuales para reconducir los valores sociales.
El principio del ser humano es su socialización, el contacto con sus similares. Es lo primero que se aprende justo después de nacer, y me da la sensación que este es el primer paso que tenemos que volver a controlar.

¿Cuántas veces al día vemos a papás y a mamás con los cochecitos de sus bebés, a toda velocidad, esquivando al resto de peatones, con una mano al “volante” del carricoche y la otra en su móvil?
¿Quién no ha visto a algún conductor con “bebé a bordo”, watsapeando mientras conduce?
Si se asumen estos riesgos ¿qué no se estará haciendo en el anonimato de cada casa?
Todos tenemos trabajo, obligaciones, responsabilidades que nos hacen retroceder en el orden de prioridades aquello que es más importante.
Ahí empieza todo, en la infancia. El afecto, el contacto, el juego. Las miradas, las caricias, los susurros, las risas… Ese vínculo afectivo que forma las primeras conexiones neuronales en la infancia son de suma importancia, es la primera necesidad que tiene el ser humano, y si no se cubren, a medida que el niño va creciendo surgen problemas; falta de atención, inseguridad, baja autoestima… y todo ello provoca aislamiento, desorientación, conductas agresivas…
